Nuestras vivencias, experiencias y saberes van conformando y extendiendo nuestra identidad, nuestra huella en este mundo. Somos nuestros recuerdos, nos definen y a la vez nos permiten comprender, enfrentar y continuar, con ciertas certezas, hacia la incertidumbre del futuro.
Dicen que los años entregan sabiduría, que en la medida que envejecemos nos transformamos en una versión más virtuosa de la que fuimos. Sin embargo, pareciera ser que esta especie de teorema solo es posible si podemos seguir formando recuerdos y aprendizajes. Nuestra memoria se va transformando así en nuestro bien identitario más preciado.
Es por lo anterior, su inconmensurable valía y la paradoja trágica que la vida nos enfrenta entorno a enfermedades tan complejas como el Alzheimer. El lento devenir que envuelve la degeneración de nuestros recuerdos implica también la erosión paulatina sobre nuestra propia identidad, nuestra propia esencia. De esta forma, podemos vislumbrar que la representación social que construimos entorno a enfermedades como el Alzheimer tenga connotaciones tan negativas y dolorosas. Para qué mencionar el tremendo golpe que implica su diagnóstico clínico, un verdadero terremoto vital para la persona que la padece y su círculo más cercano. Una sentencia nada fácil de asimilar y sobrellevar.
Mientras los esfuerzos globales continúan su misión inagotable de mejorar los tratamientos, miles de familias y sobre todo miles de mujeres, enfrentan cada día el reto constante de cuidar a un familiar con algún trastorno neurocognitivo. Esta labor, constituye una tarea titánica, una maratón que corren con desventaja, en solitario y con amplias exigencias. El cuidado se asemeja en algún punto a una lucha por preservar la dignidad de la persona con demencia, así como también, una hazaña por preservar la identidad y los cuidados propios, que, en la gran mayoría de los casos, se desarrolla con escasos conocimientos técnicos y pobres recursos económicos.
Este mes se conmemora la enfermedad de Alzheimer donde tenemos, nuevamente, la oportunidad de visibilizar esta realidad silenciosa. En este contexto, el extracto vital que podemos observar en el filme “la memoria infinita” nos invita a reflexionar sobre el Alzheimer desde la profundidad de lo cotidiano. Un vistazo a lo íntimo para comprender una parte del quehacer simple, pero tremendamente complejo, de la labor del cuidado diario.
Por otra parte, me parece que su espíritu y lección principal reside en la perseverancia del amor como la clave para resguardar la memoria infinita. En el proceso de enfrentar el Alzheimer, el amor se convierte en el faro que guía a las familias a través de las sombras de la pérdida de recuerdos. Es el lazo que une a quienes cuidan con dedicación a sus seres queridos y a quienes enfrentan la tormenta de la enfermedad. Es el pilar que sostiene la esperanza en medio de la confusión y la desorientación. Es el puente que permite mantener viva la memoria y proteger la identidad de la persona. La dedicación a preservar la dignidad y la identidad de sus seres queridos es un acto de amor incondicional y finalmente el mensaje que nos interpela a humanizar un poco más esta difícil condición.
La misión de nuestro sistema sociosanitario no sólo debe considerar esfuerzos y recursos para mejorar la atención a las personas que conviven con la demencia, sino que también debe considerar y valorar la relevancia que merece la labor de nuestros cuidadores. Debemos entregar las condiciones sociosanitarias que posibiliten alivianar la labor del cuidado y que permita desarrollarla en condiciones un poco más favorables: más dignas y humanas. En este día de conmemoración, un tributo a las miles de cuidadoras y cuidadores de nuestro país, que luchan para mantener la memoria e identidad infinitas de sus familiares, contra todo pronóstico y con el amor como motor, vínculo y sustento de una labor invisible, pero infinitamente admirable.
Por: Cristopher Aceituno Garay
Terapeuta Ocupacional – Académico carrera de Terapia Ocupacional
Pontificia Universidad Católica de Chile.